Solemos pensar siempre la política desde la lógica institucional del estado: una socio-lógica de lo cognoscible y de lo articulable colectivamente. Pero el intersticio es una lógica del estado alterado, donde lo que importa es todo aquello de lo que no tenemos ni idea, pero que aún así no nos paraliza para seguir experimentando con otras formas de lo común y lo no común. 

Reivindicar que no tenemos ni idea es suspender no la acción sino su cierre, generar un cultivo del estar en suspensión que también trae cosas: el intersticio, la producción de un lugar de intersticio, de situaciones intersticiales, es asumir que la respuesta ante la incertidumbre no sea siempre «más de lo mismo» (lo ya conocido, lo que ya sabíamos)

El estado alterado es una des-formalización, una des-identificación, a lo Rancière, que puede abrir otra partición de los sin parte, una nueva distribución de mundo, pero que trae algo que el mundo no tenía: el coronavirus como algo que se nos aparece y que no tenemos ni puñetera idea de qué supone: cómo llamarle a esto, ¿una emergencia?

Hablamos de socio-lógica para hablar de las nociones estadocéntricas porque requieren de un cierre identitario para pensar la política: sobre los entes del mundo o los modos de composición de los mismos.

Practicar, fabricar intersticio es quedarse en el momento anterior a la definición del quiénes somos, pero dentro de un proceso de experimentación colectiva, asumir (a) que quiénes podremos ser no es lo mismo que de dónde venimos; y (b) que el lugar de experimentación colectiva no cancela de dónde venimos, pero que tampoco nos dice a dónde vamos…

La tarea ante la que un intersticio nos convoca es abrirnos a la pregunta por la forma de la relación sin tener una respuesta clara a esta cuestión: una alteración.