Queremos pensar “hacer común” (commoning) y “hacer no-común” (uncommoning) no como contraposiciones dialécticas, sino desde su intersticio: como prácticas que abren a distintos posibles. Parecen muy distintas, pero son tareas parecidas de un cultivo experimental por los modos de organizarnos “sin identidad” (sin asumir quiénes somos, de dónde venimos y a dónde vamos). Podríamos llamarlos también afirmación negativa, en el caso del primero, y negación afirmativa, en el caso del segundo. 

Por un lado, hacer o poner en común (commoning) se hace relevante cuando existen trayectorias de imposibilidad, que nos dicen que las cosas están ya distribuidas y tiene sistemas de equivalencia: “el mundo es así”, “vosotros sois así, nosotros somos asá”, “esto es la propiedad en el libre mercado”, “no lo toques, es mío”, “la democracia es el menos malo de los sistemas políticos”, “una persona, un voto”. Pero antes que anteponer a estas prácticas una idea preconcebida y ancestral de lo que es, fue y será lo común, hacer común es necesario porque no hay unicidad ni organicidad del mundo, aunque hagamos común siempre contra algo, de ahí la negatividad de ese gesto afirmativo. Podríamos pensar esa afirmación negativa desde dos tipos de gritos de guerra: «otro mundo es posible» y «sí se puede». Aunque estas frases cargan sobre sí un quantum de utopía, aunque se expresan con una carga de certeza, de saber cuál debiera ser la sociedad por venir, la pluralidad constitutiva de su enunciación las aleja de ésta ya que lo plural aborrece la finalidad y las recetas acabadas. Por el contrario, estas dos maneras de gritar lo por-venir no poseen pretensiones de marcar con exactitud qué es exactamente ese mundo que se puede, qué posibles pueden hacerse existir; sino que dicen al menos “esto no” y subrayan o luchan porque haya otras opciones, abriéndonos a la tarea experimental de entender cuáles pudieran ser y cómo componérnoslas. 

Si defendemos experimentar con el “hacer (en) común” no es porque sepamos qué mundo queremos, sino porque queremos aprender lo que quiere decir no saber qué será ese mundo que no queremos juntos. Quizá antes que de incertezas, la incertidumbre esté hecha de posibles. Así, el “no” que acompaña el “no sabemos” opera como dinamita que hace estallar a la sabiduría y al sabio, al estratega y al complotista y, por ende, la posición de saber que instaura una jerarquía previa que obtura cualquier proceso de experimentación. Para experimentar hay que despojarse de aquello que es sabido, de las formas de organización que nos han sido dadas. Experimentar es dotarse de nuevos órganos para bucear en aguas profundas, hacerse de organelos para respirar.  No se trata de negar la organización, sino de no anteponer un principio para su generación. La organización será experimental o no será (más que un molde para hacer tartas).

Por otro lado, fragmentar el mundo (Rafanell i Orra, Neyrat, de la Cadena), como práctica o praxeología (pace Mol), la negación afirmativa del uncommoning (hacer no común), pudiera pensarse desde los «noes»:  “eso no es lo relevante”, «no sé si ese es el término», «no importa», «no es eso», “preferiría no hacerlo”. Pero decir que no, y reivindicar el poder afirmativo del no, es a su vez desactivar su componente sintético-dialéctico (el no como expresando una contra-propuesta, tan predefinida como aquella que se quiere tumbar: aquello diametral o simétricamente opuesto a lo existente, en magnitud o fuerza). Si el no es relevante es porque no trae ya marcado “qué sí”, sino un «vamos a ver, pero así no». A veces, el dotarse de la posibilidad de imaginar que uno puede decir que no a algo, aunque luego acabe aceptándolo o afirmándolo, ya de por sí abre nuevas posibilidades: reconfigurando no sólo el campo de lo posible, sino de la potencia de lo que no querríamos en el mundo y con ello la potencia de lo que podemos aunque no sepamos qué sea eso. Parafraseando a Spinoza: “nadie sabe lo que puede un cuerpo”.

Más que como un par, se trata quizá de dos gestos complementarios: para hacer en común partimos de lo que no queremos, experimentamos sobre una alternativa a lo dado que requiere haber dicho que no, creando un campo potencial de lo que pudiéramos compartir, al menos tentativamente, para conocernos más. Lo que tenemos en común es algo que siempre hay que hacer existir y que supone siempre, de alguna manera, hacer una distinción sobre el mundo, hacer emerger la diferencia (“Existir es diferir”, decía Tarde). Hacer no-común se hace relevante cuando lo que existe nos ahoga y aprisiona, no nos permite existir con plenitud, y necesitamos romper, fabricar un momento de reivindicación de aquello que no se ha dejado existir, afirmar una distinción y abrirnos a lo que esta pudiera, por tanto, hacer existir.

Estas dos tareas (hacer común y hacer no-común) nos abren a matices distintos de la «prudencia experimental» que reclamaba Deleuze. Frente al principio de precaución del liberalismo moderno avanzado o de las sociedades reflexivas (Beck, Latour, Callon), esta experimentación prudente esboza una ética de la prevención: de lo que quizá no debiéramos hacer (“no te conviertas en un despojo”, como comenta Deleuze en el Abecedario con Claire Parnet al hablar del vaciamiento que puede producir el deseo); de lo que quizá no deberíamos dejar existir, y no sólo de aquello que ya existe o cuyos efectos hemos dejado ser y que como consecuencia tenemos que gestionar diciéndonos: “vamos a parar un ratito”. 

A veces vale la pena aprender a parar antes de tiempo, cuando para un alcohólico “el último vaso” pudiera ser el último por esta noche (“tranquilos, yo controlo”), pero también la muerte… (Deleuze y Guattari distinguen, así, ‘límite’ de ‘umbral’). Precisamente, los matices de la prudencia experimental del hacer-común y el no-hacer-común hacen distintas asunciones y habilitan distintos efectos, siendo dos modos complementarios, recordemos, de entrarle a los problemas de vivir en el liberalismo ambiente.

En el hacer común hay un esfuerzo para producir condiciones habitables de encuentro, que hagan jugar a las diferencias sin cancelarlas, yendo más allá de las divisiones entre sujeto agente y objeto inerme que funda nociones de propiedad liberal, normalmente, individual. Sin embargo, el riesgo que corremos es pensar que para escapar a la ontología del liberalismo y sus múltiples maneras (entre ellas la biopolítica) hay que volver a las comunidades imaginadas, perfectas y utópicas (pre-capitalistas, arcaicas, prístinas), perdiendo con ello todo pulso del hacer experimental. 

En el hacer no-común hay una vindicación de las diferencias no categorizadas por la administración liberal, la producción de un hiato para que podamos estar juntos cuando antes hemos sido separados: una negatividad que aparece como gesto de interpelación a un otro, que no es una indiferencia frente a los modos de funcionamiento establecidos por la gubernamentalidad liberal (y su política de lo razonable), sino un acto de abrirse a la diferencia que nos ha conseguido capturar. Pero como en el anterior, la práctica del no connota un riesgo posible: restituir un principio de lo incluyente-excluyente (aunque, también sabemos, la afirmación o discriminación identitaria, tenga a veces efectos relevantes – “los aliados feministas no podéis estar aquí” – volver a reinstaurar la atemporalidad de las sustancias arriesga volver a construir un muro de diferencia: “las trans no podéis participar de la lucha feminista”).

Por decirlo de otro modo: mientras que la afirmación o el sí negativo (hacer común) busca ensanchar el campo de lo posible más allá de distribuciones ontológicas del mundo que se nos aparecen como dadas: la propiedad, lo razonable, lo sensato, etc., el no afirmativo (hacer no-común) es la rabia de lo no reconocido, que rompe asimetrías que distribuyen cuerpos, posiciones, relaciones en un plano jerarquizado (paternalismo, autoridad, patriarcado, capacitismo, blanquitud) e impiden pensar en el plano de lo común. 

Estas dos tareas – hacer (en) común, hacer no-común –, por tanto, no son lógicas unívocas, de una vez y para siempre: son complementarias y su diferencia es táctica, sobre el momento en que ocurren y cuál es su objetivo prioritario; pero son, también, tácticas sin estrategia (sin entenderse como parte de una dialéctica que separa y conecta lo pequeño y lo grande, los recursos de los desclasados frente al poder del estado, lo accesorio de lo esencial, los medios de los fines). Es decir, son tácticas que se hacen relevantes porque trabajan el contexto y la situación de formas distintas, intentando afectarla sin tener más que una guía en el horizonte: el hacer táctico no tiene un mapamundi, ni un atlas cartográfico de los efectos de las acciones. 

No sabemos si lo que hacemos será pequeño o grande, si importa o no, si derrocará el capitalismo y lo sustituirá por otro régimen más justo o si, nada menor, lo hará más vivible, aunque sólo sea por un momento. He ahí donde, entre el hacer en común y el hacer no-común, se abre el espacio político del intersticio.

Lo (no) común no tiene garantías (la familia, el estado, la iglesia, la ciencia) y no puede emerger más que de modo intersticial. Su potencia reside ahí: en la búsqueda de la suspensión de lo identitario, en el reconocimiento de lo relacional, ya sea en la apertura al porvenir (hacer común), pero, también y a la vez, en la consideración de lo existente aunque infinitamente desconsiderado (hacer no-común). La afirmación de lo (no) común supone horadar el orden sustancial de las cosas, que se expresa en un reparto sensible del mundo que llama al pan, pan y al vino, vino (un aristotelismo político promotor de la pluralidad sustancial, por ende, de un pluralismo de las sustancias). En el intersticio se vislumbra un pluralismo relacional, no sustancialista, donde la voluntad de relación, ya sea mediante afirmación o negación, hace emerger la política como arte del estar juntos pero separados o separados pero juntos, la política como arte de fabricar y experimentar con las cercanías y las distancias. El separarse como un modo de afirmar que pone en tensión una modalidad de reparto del mundo a priori y convoca a producir nuevos valores y relaciones. El juntarse como alquimia de sustancias peligrosas de las que puede emerger lo nuevo.

Ha tenido éxito reivindicar el momento actual como uno lleno de incertidumbres, de todo tipo. Pero la incertidumbre es la hija rebelde de un mundo de certezas. Con esta formulación que aquí proponemos no reivindicamos un mundo incierto, sino un mundo por venir donde impere la prudencia experimental a la que nos convoca cada intersticio. Una vida sin intersticio no es vida: quizá debamos pensar la política desde la piel como membrana que conecta, a la vez que separa, debiendo dirimir siempre cuándo toca qué y qué efectos tiene esto, para quién, sin saber quiénes somos de antemano.

* Operadores del pensamiento relevantes para esta tarea de romper con la idea de unicidad:

– Blaser, M., & de la Cadena, M. (2017). The uncommons: An introduction. Anthropologica, 59(2), 185–193.

– Neyrat, F. (2019). The Unconstructable Earth: An Ecology of Separation. New York: Fordham University Press.

– Rafanell i Orra, J. (2018). Fragmenter le Monde. Paris: Éditions Divergences.