Al borde de la muerte… ese acto de pisar el límite entre lo vivo y lo muerto pareciera ser el gesto más radical de mediación. Pero andar en el borde no es estar simplemente entre una y otra cosa, sino habitar al unísono aquello que se pretende separado. Como ya se argumentara profusamente, la mediación se diferencia, no sólo operativamente, sino sobre todo ontológicamente de la intermediación que no es más que un acto de sustancialización, estabilización y clausura de ciertas relaciones que nos enfrentan a la producción radical de lo intersticial. Pero la mediación continúa cargando sobre sí la posibilidad de conectar términos, ya sean puros o purificados, mediante relaciones que comunican y posibilitan la mutua transformación de aquello que se encuentra. En el intersticio no hay mediación posible porque todo en éste lo es. La vida y la muerte no son umbrales sino intensidades múltiples, miríadas de vidas y muertes que se necesitan, se repelen, se comprometen, se fugan. Es ese carácter tan particular de lo intersticial lo que permite que ciertos procesos liminares acontezcan siendo a la vez límite y continuidad, desafiando así cualquier orden de lo contradictorio. En la experiencia del matadero, cuando el animal es puesto en circulación en un dispositivo de muerte, acontecen al mismo tiempo la desanimalización y la carnerización (es decir, el dejar de ser animal y el comenzar a ser carne). Estos procesos ontológicamente distintos coexisten en la misma línea de producción y suponen dos regímenes afectivos completamente diferentes. Mas, aun así, se necesitan mutuamente para ser ya que nacen del mismo orden disruptivo de lo intersticial.